domingo, diciembre 19, 2010

El Embrujo argentino


Me llevo bien con los argentinos a pesar de que tienen fama de sentirse europeos. Pues Buenos Aires es sin duda la ciudad más europea de Sudamérica y, como a las grandes ciudades europeas, le ha pasado algo que no le ha hecho perder su esplendor, pero que la ha dotado de cierto riesgo, de peligro soterrado. Y es que la que era una ciudad afrancesada se ha convertido en una ciudad no por europea menos sudamericana y tercermundista y mezclada de todas las sangres.

Del mismo modo que en Santiago hay peruanos y bolivianos con fama de ladrones (y peruanas con fama de buenas cocineras), en Buenos Aires se entrevera un fascinante batiburrillo de europeos y bolivianos, de australianos y paraguayos, de canadienses y ecuatorianos. Porque Buenos Aires, con sus días revueltos de protestas cotidianas y marchas incendiarias y energúmenos que se conjuran para interrumpir una calle, sigue siendo la ciudad más fascinante de Sudamérica, y también la más europea y tercermundista, porque en ella perviven las nobles tradiciones de los que esconden sus dineros centenarios y ahora tienen que cohabitar con las costumbres vocingleras de los bolivianos, los paraguayos y los peruanos.

Les reprochan a los argentinos que hablan mucho y se dan aires de sabihondos. Es eso precisamente lo que me hechiza de ellos: escucharlos decir sus chácharas, sus versos, sus embustes, sus trampas pendencieras, porque los argentinos más divertidos son los más mentirosos, los más tramposos y los más canallas. Todo argentino es entrenador de la selección de fútbol de su país (y si lo dejan, de la de España también). Todo argentino es presidente de su país (y si lo dejan, dictador de Cuba también). Todo argentino tiene un plan para que Estados Unidos salga de la crisis. Todo argentino es un profeta, un visionario, un iluminado. Todo argentino sabe. Sabe todo. Sabe más que nadie, más que vos y yo. Todo argentino está de vuelta. Todo argentino tiene respuestas a todas las preguntas, incluso si no entiende las preguntas y si al responder ni él mismo entiende lo que está diciendo. Pero responde. Opina. Habla. Sentencia. Se la juega. Arma el equipo. Ordena el país. Gobierna el mundo. Gana las guerras. Divide a los buenos de los malos. Y todo argentino habla y no para de hablar. Y no importa ya si lo que dice tiene sentido (porque pronto uno advierte que todo carece de sentido y que el embrujo de la Argentina radica en que nada tiene sentido racionalmente y sin embargo todo es fascinante y hechicero y es allí donde quieres quedarte), lo que importa es que el argentino tiene opiniones sobre todo y además opiniones enfáticas, atrabiliarias, opiniones en las que pone al mundo en orden y luego llega a su casa y la mujer lo manda a callar y recién entonces calla el argentino.

Pero en la calle no se calla: en los taxis, en los cafés, en los bares, en los colectivos, el argentino está siempre dispuesto a hablar, a opinar, a tomar partido, a encenderse, a ponerse bilioso, agresivo, pasional, italiano, exasperado, a gritar y discutir con nadie, porque muchos hablan sin que nadie los escuche, y es eso lo que me fascina del argentino: que tiene una opinión arbitraria sobre todo lo divino y lo humano y nada lo hace más feliz que sentarse en un lugar cualquiera, pedir empanadas y pasarse horas hablando y dándole un sentido al caos del mundo con el fragoroso y torrencial caos verbal que encierra a los argentinos en una gran torre de babel en la que todos hablan y nadie se entiende.

El argentino es un hablador, un predicador, un charlatán, un mitómano, un embustero y, ante todo, un enemigo visceral del silencio y la conciliación, porque siempre prefiere discutir con otro y si es posible a los gritos y luego irse a los golpes y agarrarse a piñas y enseguida cada uno consigue a una pandilla de vándalos y se enzarzan en una riña callejera por algún asunto pasional (generalmente una pasión que tiene que ver con el fútbol o la política) y entonces el argentino, ya liado a golpes contra otro argentino, y sin recordar bien por qué comenzaron a pelear, revela que posee algo en sus genes histriónicos que no tenemos los demás sudamericanos: una fe ciega en sus opiniones (aun si no sabe lo que va a decir) y un coraje para morir en una batahola callejera defendiendo esas opiniones por las que está dispuesto a dar la vida pisoteado por un caballo de la policía que defecará sobre su cadáver heroico.

Este es un articulo publicado hoy en el Diario el Mundo de España.
Escrito por
Jaime Bayly

Mira vos! a Bailei!, ya voy a ver si escribo algo yo.